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Breve Prólogo a la Primera Edición


C
uando me pidieron que prologara el elegantemente encuadernado volumen que el lector tiene en este momento en sus manos, no pude sino poner mis condiciones. Debía tener total libertad para extenderme a gusto y como me diese la real gana acerca de aquello que me viniera en mente, sin restricciones de índole alguna. De más está decir que mis editores, como de costumbre, accedieron a mis exigencias con la amabilidad y el respeto que mi figura les merece. Supongo que no les quedaba otra alternativa, si es que realmente deseaban que este escritor novel a quien decidieron lanzar a la cúspide de las listas de ventas, tuviera en ésta, su primera novela, el inapreciable empuje que da el ser prologado por una pluma ya célebre.

Debo confesar que desde que abandoné el hábito de escribir -hace no sé ya cuántos años- no he dejado de pensar, no sin cierto sentimiento de culpa, en mis fieles lectores. Aquellos que, con estoicismo ejemplar, a lo largo de décadas no sólo compraron mis libros, sino que además adhirieron sin remilgos a todos y a cada uno de los comentarios elogiosos que se hicieron de mis obras; e ignoraron, de manera asombrosamente deliberada, las escasas –aunque infaltables, y en ocasiones comprensibles- críticas adversas. A ellos les debo mi bienestar económico, que fue en definitiva lo que me permitió retirarme y comenzar a disfrutar -como lo soñé siempre y como lo sigo soñando- de las empalagosas mieles del ocio y el aburrimiento.
Gracias a mis lectores, y a esa para mí incomprensible costumbre de estos de comprar aquello que alguna vez escribí, me fue posible, por fin y de una vez por todas, liberarme de la intolerable presión ejercida por mis editores para hacerme engendrar ideas originales -pero no en exceso-, desarrollar éstas en un lenguaje accesible para las masas compradoras de libros y, además, hacer coincidir todo esto con los resultados de los estudios de mercado de turno.
En lo que respecta a la novela en sí, difícilmente se me creería si afirmase que he leído los aproximadamente dos centenares y medio de páginas que la componen. Nadie como yo perdería su precioso tiempo en una tarea semejante. Apenas si me he tomado la molestia de leer unos pocos pasajes seleccionados al azar. Esto me es suficiente para afirmar, con indisimulable satisfacción y sin el menor asombro, que se trata sin lugar a dudas de uno más de mis ya innumerables imitadores.
Para terminar -y fundamentalmente con el objeto de satisfacer las expectativas de quienes me han dado esta oportunidad única de reencontrarme con mis lectores- no puedo dejar de destacar la impecable prosa, la inventiva desbordante, y sobre todo esa cualidad extraordinaria que poseen algunos pocos escritores de atrapar al lector, y hacer que éste se deje conducir, dócil y mansamente, a través de los insondables derroteros de una trama que posee la escasa virtud de ser, a un mismo tiempo, amable e impredecible.
Disfrutadlo, y haced de esta lectura, un acto de amor y gratitud hacia todos aquellos que consagramos buena parte de nuestras efímeras y en ocasiones carentes de sentido vidas, a ésta, la más solitaria y bella de las artes.