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La Curiosa Génesis de mi Pobre Escritura


M
e gustaría poder ahora recordar algún momento feliz de mi infancia, y ser capaz de transformar ese recuerdo en las letras, las palabras, las frases y los párrafos que llenarían las páginas de los innumerables volúmenes de una vasta enciclopedia de la felicidad.
Me llenaría de esa clase de gozo cuya memoria he perdido, poseer el divino don del verbo justo y el estilo perfecto, para poder así aventurarme en osadas e irrefutables descripciones de inexistentes mapas inconclusos de falsos paraísos, espurios purgatorios e infiernos apócrifos. Mas todo lo que ahora mi escritura pobre me permite, es relatarles la curiosa génesis de mi pobre escritura.
No hablé sino hasta la edad de seis años. Mis padres -naturalmente preocupados por la situación- me habían llevado a visitar toda clase de médicos, psicólogos, foniatras, curanderos y brujas, pero ninguno de ellos fue capaz de solucionar el problema. Tampoco hubo quien al menos hiciere un diagnóstico más o menos coherente y verosímil. Lo único que estaba claro era que mi mutismo no respondía a impedimentos de tipo físico, ya que era yo capaz de gritar, aullar, ladrar, gemir y producir toda clase de sonidos haciendo para ello uso del aparato emisor que normalmente las personas usan para hablar; además, no era malo imitando diversas clases de pájaros. Pero de hablar, lo que se dice hablar, ni una palabra.
Lo que nadie pareció entender fue que yo era, simplemente, un niño muy reservado que no tenía nada que decir, y que mi actitud obedecía más a un voluntario voto de silencio -cuyas causas y motivaciones no consigo ahora recordar- que a algún problema de carácter fisiológico.
Todo cambió poco después de mi sexto cumpleaños, cuando un niño mayor que yo y algo bravucón, pretendió quitarme mi juguete favorito, una especie de mandril de peluche que me acompañaba a todas partes y cuya posesión defendí heroicamente. Ante la insistencia de aquel ladrón de mandriles que había ya acabado con mi paciencia, llené mis pulmones tanto como pude y le grité tan fuerte como me fue posible: -Jamás conseguirás quitármelo, burro mal parido, pedazo de zoquete, cabeza de alcornoque... y antes de poder terminar con mis ofensivos improperios, recibí como toda respuesta una abundante andanada de golpes, que me hicieron perder el conocimiento, además de mi mandril y un par de dientes.
Luego de este desafortunado suceso, la situación no mejoró mucho en lo que respecta a mi falta de elocuencia, debido esto a que las heridas en mi boca -de las que aún me encontraba convaleciente- me impedían continuar con el novedoso ejercicio de mi recién adquirida verbalidad; pero una vez que estas heridas fueron curándose y nuevamente me encontré en condiciones de articular palabras, comencé a comunicarme, tímidamente, con algún que otro monosílabo.
Mis padres, con esa admirable simpleza que siempre los caracterizó, atribuyeron la curación de mi mal a la brutal golpiza de la que había sido yo objeto, de modo que cada vez que notaban que permanecía demasiado tiempo callado, comenzaban a golpearme, ora con sus manos y pies, ora con cualquier objeto más o menos contundente que tuvieran en esos momentos a su alcance, y no se detenían hasta conseguir que pronunciara yo alguna palabra más o menos inteligible. Esto motivó que, en legítima defensa de mi entonces amenazada integridad física, me convirtiera en una de esas personas que se pasan todo el tiempo parloteando sin ton ni son, hablando continuamente por el solo hecho de hablar, de cualquier cosa y acerca de lo que fuere, en una particular suerte de declarada guerra al saludable e inofensivo silencio.
Tampoco fui un niño precoz en lo que respecta a la lectura y escritura. No podía comprender la excesiva rigidez y simplicidad con que los maestros escribían en la pizarra palabras como "mamá", "sol" o "escuela", siempre siguiendo las mismas estrictas y aburridas reglas. Yo, en cambio, prefería otra clase de combinaciones de letras, más rica y estética desde un punto de vista plástico, como por ejemplo "XñXñX", "sqspsysgs" o -mejor aún- "ZwZwZ", que bien podían tener significados tales como "mamá", "sol", "escuela" o cualquier otro que a mí se me ocurriere, haciendo para esto uso de un grado de arbitrariedad a mi juicio comparable al de las convenciones del castellano que mis maestros procuraban -sin mayor éxito- inculcarme.
Fue una calurosa tarde de invierno -contaba entonces yo con nueve años de edad- cuando un anciano y algo ermitaño vecino, consiguió despertar en mí esa clase de curiosidad que hace que en ocasiones espiemos a través del ojo de la cerradura de esa pesada puerta que nos separa de las múltiples formas del conocimiento. A lo largo de esas horas que pasamos juntos, sentados en el bordillo de la acera y viendo pasar de tanto en tanto algún que otro vecino aburrido al que no se le había ocurrido otra cosa mejor que sacar a pasear su aburrimiento, aquel hombre de cabello blanco y escaso me refirió increíbles historias rebosantes de personajes inverosímiles, historias cuyos imprevisibles desenlaces conseguían dejarme con la boca cada vez más abierta, y que el anciano relataba de una manera tan vívida, que lo creí protagonista de algunas y privilegiado testigo presencial de las restantes.
Si bien sabía yo que mi vecino era un hombre viejo -al menos eso era lo que aparentaba- no conseguía entender cómo era posible que un hombre viera y viviera tal cantidad de apasionantes aventuras en tiempos y lugares tan diversos. ¿Qué hacía mi vecino en el Reino de España, hace no sé cuántos siglos, siguiendo a un hombre medio loco que usaba una aparentemente innecesaria armadura y que iba acompañado de un fiel escudero que montaba un burro? ¿Cómo es que sabía tanto acerca de aquel Príncipe de Dinamarca que se llevaba tan mal con su padre muerto? ¿Quién le había contado sobre los astutos razonamientos de ese humilde cura que resolvía brillantemente los casos más difíciles? Que yo supiera, Macario –que así se llamaba mi vecino, ya es hora de decirlo- no era otra cosa que un jubilado de los ferrocarriles, y al igual que todos los demás jubilados de los ferrocarriles del pueblo, había trabajado toda su vida en los ferrocarriles, que tampoco llegaban tan lejos que digamos.
El viejo, que pareció adivinar mis pensamientos, hizo un breve gesto, como indicándome que lo esperara. Se metió en su casa y a los pocos segundos estaba de regreso trayendo consigo una pila de libros. Volvió a sentarse a mi lado y me dijo: Aquí está todo.
¿Libros? ¿En los libros se contaba todo eso? ¿Cómo era posible que esos libros, con sus páginas repletas de letras dispuestas de una manera tan parecida a como las había visto yo en la pizarra de la escuela, fueran capaces de contener tales historias? Para mí, que hasta ese entonces sólo había recurrido a los libros cuando se nos acababa el papel higiénico, todo esto representó una auténtica revelación.
Junté valor y le pedí a Macario que me enseñara a leer; pero no a leer como lo hacían los maestros de la escuela, que parecían no entender absolutamente nada del contenido de los libros que pasaban por sus manos, sino como lo hacía él: quería yo saber más acerca de ese hombre medio loco que usaba una aparentemente innecesaria armadura y que iba acompañado de un fiel escudero que montaba un burro; quería comprender por qué aquel Príncipe de Dinamarca se llevaba tan mal con su padre muerto, y deseaba con fervor que aquellos libros me contaran más sobre los astutos razonamientos del humilde cura que resolvía brillantemente los casos más difíciles.
Así fue como Macario, mi vecino viejo y algo ermitaño, en pocos días y de una manera que me resultó particularmente amena y placentera, me transmitió los fundamentos semióticos y estructurales de la escritura del idioma castellano.
Fue durante aquel caluroso invierno cuando comencé a visitar, con creciente frecuencia, la alejandrínica biblioteca que unos parientes algo lejanos -también vecinos, como todos los habitantes del pueblo- habían edificado en su desmesurada pretensión de poseer una cultura que, en el fondo, les era absolutamente ajena e indiferente. Muchos de los libros allí atiborrados de manera caótica atestiguaban una innegable virginidad, y en ocasiones sus páginas se encontraban aún adheridas entre sí, como solía suceder entonces con algunas ediciones baratas. Entre clásicos de la literatura universal podía yo encontrar libros de cocina, manuales de "autoayuda", cuentos infantiles ilustrados para niños a los que no les agrada leer y pueriles novelas románticas dirigidas al mercado de las muchachas más ingenuas y consentidas.
Mi entonces escasa estatura me privaba de acceder a los libros que se encontraban en la parte superior de la biblioteca; pero esto poco me importaba, ya que sabía que aquellos volúmenes que caprichosamente habían quedado a mi alcance, eran más que suficientes para satisfacer mi curiosidad y, además, rellenar ese tiempo vacío y tórrido de las interminables siestas subtropicales de ese indecoroso pueblo periférico de provincia periférica de país aún más periférico en el que me había tocado -por castigo divino, según entonces suponía- transcurrir los primeros años de mi vida.
Escogía mis lecturas al azar, o bien siguiendo parámetros tales como el color de la portada o la proximidad física de un libro con otro cuya lectura había sido de mi agrado. Procuraba concluir con todo aquello que la fatalidad me pusiera por delante, con una forma de disciplina casi monástica, en la que el aburrimiento bien podía ser el único camino posible hacia la comprensión de un texto en el que, muy probablemente, encontraría yo las respuestas a mis crecientes cuestionamientos de orden existencial, que eran lo primero que venía a mi mente cada mañana al despertar.
Sin desearlo ni esperarlo, adquirí el curioso hábito de escribir, y con el tiempo fui aprendiendo el sutil arte de mentir sutilmente. La frontera entre eso que llamamos verdad y aquello que nombramos mentira, me resultaba entonces -como ahora- demasiado ambigua e imprecisa, por no decir irreal. Algo en mí me decía que el arte consistía precisamente en eso, en ignorar deliberadamente ese límite, para llegar así a la ilusión, a la quimera y - ocasionalmente- a la simple y vulgar estafa.
Ya bien entrado en mi adolescencia, y al amparo de esa certeza esencial que sólo otorgan la fe y las matemáticas, supe -intelectual, emocional, espiritual y físicamente- que toda comedia nace del infortunio, del dolor, y de esa clase de desesperanza que es a la vez madre e hija de la soledad; y fue precisamente la plenitud de esa soledad lo que me llevó a adornar mi miseria recurriendo al abominable ejercicio de la dramaturgia, mientras en mi revuelto interior interminables batallas fueron -sucesiva y a la vez simultáneamente- del hombre contra “el hombre”, de éste contra sí mismo, del alma contra la intrusión, del Señor contra los demonios y del Diablo mismo contra dioses regionales y vanidosos.