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Caña Güeca


E
l viejo camino empedrado que atravesaba Caña Güeca, con su trazado absurda e inútilmente sinuoso que no conducía sino a un abrupto fin de sí mismo, se veía bordeado de un par de decenas de pequeñas casas con sus fachadas austeramente pintadas de blanco y sus techos de tejas coronados por ennegrecidas chimeneas. Por sobre estas era posible divisar las montañas tras las cuales –suponíamos- continuaba el universo, un universo del que nada sabíamos y que en el fondo poco nos importaba. Para nosotros, que nacimos y crecimos allí, Caña Güeca era el mundo; y más allá de las montañas que rodeaban ese mundo sólo percibíamos una ambigua forma de infinitud. Dimos nuestros primeros pasos y lanzamos nuestros primeros escupitajos al aire entre sus senderos polvorientos, y en nuestros hogares nuestras madres nos enseñaron que éramos precisamente quienes debíamos ser.
Crecimos rodeados de un bosque que creíamos inexpugnable, y entre sus árboles inventábamos juegos que nos ayudaban a matar un tiempo que a menudo se detenía, para volver a transcurrir luego de que todos y cada uno de nosotros hubiera percibido, con total claridad, su misteriosa inmovilidad. Un trozo de caña hacía las veces de fusil y una única trinchera albergaba la totalidad de nuestro ejército, en interminables batallas en las que nadie se preguntó jamás qué defendíamos ni contra quién luchábamos.
Macario y yo nos hicimos hombres allí, y cuando cumplimos la edad reglamentaria, fuimos sacados de nuestro mundo y llevados, junto a otros jóvenes de otros mundos, a un lugar donde nos enseñaron a usar fusiles asombrosamente reales, para defender nuestra patria -cuya existencia hasta ese entonces habíamos ignorado- de terribles enemigos que acechaban por doquier, y que deseaban apoderarse de todo aquello que constituía nuestra envidiable riqueza.