Email de Contacto: juliolujanmairat@hotmail.es

Petersburgo 07:00 PM


L
a camarera y su enorme trasero se abren paso con dificultad por entre las atestadas mesas del mezquino recinto. El interior de éste parece haber sido cuidadosamente diseñado para garantizar la incomodidad de los ocasionales clientes. Cuanto más ocasionales, mejor. Clientes sobran en éste, el único lugar de las inmediaciones de la estación de trenes en el que se garantiza que el vodka es vodka –los sucedáneos son cada vez más frecuentes- y donde además es permitido fumar. Lo verdaderamente importante aquí es impedir que permanezcan, ocupando el poco sitio disponible y dejando afuera a otros potenciales comensales, aquellos que simplemente desean resguardarse del frío al amparo de una bebida que, de ser posible, tardaría en ser consumida lo que tarda en pasar el invierno. Tampoco son bienvenidos los borrachos que se quedan dormidos, las prostitutas que ofrecen sus servicios a cambio de cualquier bebida espirituosa a elección del cliente –generalmente la más barata- y los gitanos, capaces éstos de hacerse hasta con la ropa interior de los presentes sin que absolutamente nadie se percate de ello.
El mostrador es grotescamente alto, para auyentar así a las mujeres y los niños, poco bebedoras las primeras y poco solventes los segundos. Tres espigadas banquetas –de esas en las que uno puede sentarse y permanecer de pié a un mismo tiempo- parecen siempre ocupadas por los mismos tres hombres. Apenas si se han molestado en quitarse los guantes, y soportan con indiferencia el peso de sus abultados abrigos y sus gorros de piel de conejo aún cargados de nieve. Apuran sus cien gramos de vodka y se retiran, para luego regresar y repetir el mismo proceso, una y otra vez.
—No son los mismos —parece adivinar mis pensamientos mi amigo Wilfred— lo que pasa es que estos rusos son todos iguales, sobre todo los borrachos: cuanto más beben, más se parecen entre sí.
La camarera tiene ya muchos años, y aproximadamente el doble de kilos. Su cabello –escaso, desordenado y alguna vez mal teñido de rubio- cubre parcialmente una frente amplia y abundantemente surcada por esa clase de arrugas que –lo sé- son más un producto de la desdicha que del mero transcurrir del tiempo. Sus ojos vidriosos de hembra sufrida y cumplidora no siempre miran en la misma dirección, y su ancha e irregular nariz me recuerda inequívocamente a esas muy castigadas narices características de los boxeadores menos exitosos. Bajo ésta, puede apreciarse un incipiente bigote, del tipo que lucen algunas mujeres de cierta edad cuando no se afeitan, y sus labios son los labios de una mujer que no ha sido besada lo suficiente. Vocifera algo que mi muy modesto idioma ruso aprendido entre los inmigrantes armenios de Buenos Aires no me permite comprender. Nuevamente interviene Wilfred, siempre dispuesto a aclararme –de una manera peculiarmente didáctica- aquello que pasa a nuestro alrededor:
—Se acabó el vodka. La mesera está ofreciendo “Ojta”, una bebida que se parece mucho al vodka más barato. El mes pasado mucha gente murió intoxicada con “Ojta”.
A nadie parece importarle demasiado, menos aún a Wilfred, quien transmite la sensación de haber perdido -hace ya tiempo- toda capacidad de asombro. Sólo sé de él que es ecuatoriano; que vino a San Petersburgo –entonces aún se llamaba Leningrado- hace ya cerca de diez años, a estudiar radioelectrónica con una beca del Partido Comunista de su país; que abandonó sus estudios para dedicarse al contrabando de vodka a Finlandia; que ganó mucho dinero en este negocio; que luego compró el título de Ingeniero en Radioelectrónica y que sus padres están muy orgullosos de su hijo.
El más que bullicioso ámbito es solemnemente presidido, desde uno de sus ángulos, por un busto de Lenin que nadie se ha molestado en retirar. Hombres de rostros semiocultos tras profusas barbas cargadas de escarcha, ríen estruendosamente e improvisan un concurso de escupidas sobre la imagen del antaño idolatrado líder revolucionario. Desde el extremo opuesto del café, una anciana los mira con el mayor de los desprecios, y cada escupitajo parece impactar directamente sobre su sólido y acabado conjunto de valores y principios.
—Si dice algo, el próximo blanco será su cara —sentencia Wilfred, y su intuitivo conocimiento de cada pregunta que me hago comienza a incomodarme.
La camarera y su enorme trasero consiguen llegar hasta donde nos encontramos, no sin antes sortear -con notable destreza- esa especie de laberinto aleatorio cuyas estrechas sendas van alterándose a medida que los alcoholizados clientes cambian las mesas de lugar. Nos sirve dos copas de un vino tinto de calidad lamentable, al cual le ha sido añadida una respetable cantidad de alcohol mal refinado, y que los lugareños llaman –con la mayor de las naturalidades- “cognac”. No consigo recordar si es la cuarta o la quinta copa que bebo de este brebaje del demonio, y es precisamente ello lo que me lleva a preguntarme si no habré bebido ya demasiado.
Me es imposible comprender el porqué de un mostrador tan alto. Probablemente quienes regentean el local hayan dispuesto que así sea para dificultar su acceso a las personas de menor estatura, por razones que mi juicio ahora abrumado por los vapores del “cognac” no es capaz de discernir.
Hombres de abundantes barbas escupen sobre el busto de quien aparentemente es –o fue- un prócer o algo por el estilo. Mi amigo ecuatoriano –cuyo nombre no consigo recordar- festeja efusivamente cada acierto. Se vuelve hacia mí y exclama: -¡Con casaca o sin casaca, siempre estoy con la resaca! -para explotar luego en una estrepitosa carcajada. La brillante ocurrencia parece llenarlo de orgullo, y se premia a sí mismo con un trago de esa cosa repugnante –aunque efectiva- que bebemos con una inexplicable mezcla de placer y asco.
La camarera sirve una mesa contigua, y no puedo quitar mi vista de esa deliciosa hendidura de profundidad indescifrable sobre la que confluyen sus generosos pechos.
—Está empezando a gustarte, lo que significa que ya has bebido demasiado –me dice al oído un hombre con aspecto de indígena sudamericano con quien comparto la mesa. Su exceso de confianza me sorprende, y procuro ignorarlo centrando mi atención en una concienzuda apreciación de la excelencia del fino cognac cuya copa sostengo entre mis manos para conservar así su óptima temperatura de degustación.
Tres hombres que beben junto al elevado mostrador, sentados sobre igualmente elevadas banquetas, cada tanto se ponen de pié y salen del café, para regresar a los pocos minutos y volver a pedir lo mismo que habían estado bebiendo anteriormente. Repiten este procedimiento con asombrosa exactitud, de manera cíclica y hasta se podría decir disciplinada.
—No son los mismos —me dice un hombre de baja estatura, tez morena y ojos rasgados que se encuentra sentado justo a mi lado, y cuya presencia acabo de notar. Lo miro con extrañeza, ya que no recuerdo haberle preguntado nada.
La mujer que sirve las mesas es dueña de una singular forma de belleza, de la clase que trasciende tanto el paso del tiempo como el exceso de masa corporal. Su cabello negro adquiere tonalidades que remiten al ámbar cuando llega a su vasta frente copiosamente surcada por el infortunio, y en sus ojos cansados puedo percibir el reflejo de un alma generosa y abusada.
Desde una de las esquinas, una anciana profiere a los alaridos una prodigiosamente amplia gama de insultos de origen eslavo, aunque su acento es claramente caucasiano. Parecen dirigidos a un grupo de hombres cuantiosamente barbados que se encuentran en el extremo opuesto del café, y que se turnan para esputar sobre un busto que representa a alguien que alguna vez fue –sin lugar a dudas- una persona merecedora del mayor de los respetos.
Los hombres atraviesan ahora la distancia que los separa de ella dejando a su paso un tendal de mesas patas para arriba, copas rotas y borrachos blasfemantes, para luego comenzar a escupir sobre el rostro de la vieja, enrojecido por la indignación. Ella los enfrenta desafiante, mientras incrementa progresivamente el caudal de su voz y el grado de obscenidad de sus improperios, capaces éstos de sonrojar al más desvergonzado de los seres desaprensivos. Invoca sucesivamente a Dios y al Diablo, e intercala minuciosas descripciones que hacen directa alusión a la vida sexual de las madres de los barbudos.
Me sobresalta un ruido que bien podría ser el que produce un botellazo en la cabeza de alguien. Me vuelvo y veo a un hombre barbado yacer boca arriba, inmóvil y con los ojos abiertos. El charco de sangre que hay bajo su cabeza se agranda con cada segundo que pasa. La camarera aún sostiene en una de sus manos lo que queda de una botella de vidrio, y hace de esto un arma que blande con firmeza, mientras mira amenazante a todo aquel que ose siquiera mirarla. Vocifera algo que mi muy modesto idioma ruso aprendido entre los inmigrantes armenios de Buenos Aires no me permite comprender, y de manera casi instantánea la casi totalidad de los presentes abandona el café.
A través de la única ventana los veo alejarse en zigzagueante peregrinación. Entre ellos puedo distinguir al hombre de aspecto sudamericano –ecuatoriano se me ocurre, no sé por qué- quien no puede evitar resbalar en el hielo y cae aparatosamente. Está claro que no es capaz de incorporarse por sí mismo. El resto de la procesión lo ignora, y desde mi privilegiada ubicación veo cómo sus torpes movimientos van menguando hasta llegar a esa forma de inmovilidad propia de la resignación. La nieve cae en abundancia y es evidente que cubrirá su menudo cuerpo en cuestión de minutos. Sé que lo encontrarán –junto a muchos otros- con la llegada de la primavera, cuando el derretirse de esa nieve convierta a toda la ciudad en un enorme charco.