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Sueño y Vigilia de Wilfred Tedesco


C
aña Güeca huele mal, y eso lo percibimos muy bien sus habitantes, a pesar de que muchos crean que hemos perdido el sentido del olfato del mismo modo que perdimos esas cosas que ellos llaman dignidad y orgullo. Al intenso hedor proveniente de los basurales que nos rodean, se suma esa pestilencia ácida y penetrante que emana del eterno lodazal sobre el que construimos nuestras casas; aunque llamarlas así podría sonar algo presuntuoso, ya que todo lo que estas chozas de chapa y cartón que levantamos con nuestras propias manos tienen de casas, es el hecho de que en su interior vive gente, si es que aún podemos ser llamados de esta manera.
Por donde usted pase, debe sortear toda clase de desperdicios provenientes de cada rincón de la ciudad; ya que nosotros, los habitantes de Caña Güeca, venimos a ser algo así como los depositarios naturales de todo aquello que a otros no les sirve, les sobra, les estorba, o simplemente les desagrada debido a la sencilla razón de que apesta.
Pero no todo es malo en este pedazo de periferia urbana que nos ha destinado la mezquina providencia. Caña Güeca se ha convertido en un lugar excelente para aquellos seres desaprensivos que saben aprovechar todo lo que puedan encontrar de comestible entre los desperdicios de otros, llevándose a la boca cada gramo de materia orgánica susceptible de ser ingerida -haciendo economía y ecología a un mismo tiempo- y completando así una exitosa cadena alimenticia que nos ubica a nosotros, los habitantes de Caña Güeca, como competidores directos de ratas, cucarachas y gusanos.

Vivo junto a mi mujer y nuestras dos hijas. Todos en la familia nos dedicamos a eso que últimamente se ha dado en llamar –no sin cierta dosis de burlona elegancia- “recolección selectiva de material reciclable”; o sea que revolvemos la basura en busca de cartón, latas, vidrio y otras cosas que luego vendemos, y gracias a las cuales podemos permitirnos comprar algunos artículos de primera necesidad tales como vino y cigarrillos.
Mi mujer, la Chela, se dedica también a las tareas del hogar, que consisten básicamente en extraer el barro que se mete en el interior de la “habitación”, y en hervir los fideos que son la base de nuestra dieta diaria. Las niñas –la Cintia, de 14 años, y la Vanina, de 8- cuando no están en la escuela, la ayudan en lo que pueden; sobre todo la mayor, que es bastante independiente -quizá demasiado para mi gusto-. También forman parte de la familia –aunque en esto la Chela no esté de acuerdo conmigo- el Facha, un perro callejero sarnoso al que dejamos entrar a dormir sólo en invierno; y la Mishi, una gata que pasaría inadvertida de no ser por los escándalos que arman por las noches sus numerosos pretendientes cada vez que ella está en celo. Con una frecuencia que ronda las dos veces por año, la Mishi tiene crías; lo que no representa un problema mayor para nosotros, ya que los gatitos desaparecen apenas son capaces de dar sus primeros pasos fuera del cuarto. Como dice la Vanina: “Alguien o algo se los come”.
Nuestro bien material más preciado es un carrito de supermercado que le robé a un ladrón de carritos de supermercado. Nos sirve para transportar la “mercadería” –el material que recolectamos del que les he hablado anteriormente- y cuando no lo usamos, se lo prestamos a otra gente del barrio, a cambio de algún que otro favor que nunca está de más. Por las noches, el carrito permanece afuera, atado a un poste de luz. Preferiríamos que estuviera dentro -por una cuestión de seguridad- pero la falta de espacio es tal, que si el carrito pernoctara con nosotros deberíamos dormir todos de pié.

-Vivís en una nube de pedos, vivís. -me dice la Chela casi a diario. -Te la pasás fantaseando vos, mientras tu familia no sabe qué va a comer mañana. Debo aclarar que esto último no es del todo cierto, ya que ellas saben perfectamente que mañana comerán fideos acompañados de alguna que otra cosa que alguien haya descartado antes.

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La carretera que bordea las playas de Malibú es de una sinuosidad deliciosa, y cada vez que conduzco mi convertible Bentley del ´49 a través de ella, puedo sentir cómo el fresco aire proveniente del Pacífico acaricia mi cara, mientras me despeina y deposita sobre mi piel ese salitre marino que de una manera tan particular y única, curte los bronceados rostros de los residentes en este privilegiado rincón del planeta que la generoza providencia nos ha destinado.
No importa dónde se encuentre usted; si en las soleadas arenas de Surfrider Beach o en las mismísimas montañas de Santa Mónica; siempre hallará motivos más que suficientes para agradecer a Dios -o a quien corresponda- por las múltiples formas de belleza que recrean los ojos y elevan el espíritu.
Cada jueves, me dirijo a Malibu Creek State Park, donde -en un acto del más sincero recogimiento- junto mis manos, me hinco de rodillas e inclino mi cuerpo hacia adelante, hasta tocar el piso con la frente -en dirección a La Meca, por las dudas- para así manifestar mi gratitud a Nuestro Señor, Único Creador de Todo lo Visible e Invisible, Omnipresente, Omnipotente e Infinitamente Misericordioso, por el sublime regalo de este paraíso terrenal que sin dudas no merezco.

Justo por debajo de un sol generoso y benevolente que se oculta tras las nubes muy de tanto en tanto -sólo lo estrictamente necesario como para recordarnos, mediante estas esporádicas ausencias, el inefable valor de su presencia- se encuentra la casa que habitamos junto a mi esposa Marcella y nuestras dos hijas: Cindy, que acaba de cumplir sus primeros catorce años; y Vannia, que si bien dice tener trece -lo que es absolutamente cierto si contamos los años venusianos desde su nacimiento- hace poco más de ocho años terrestres que se encuentra entre nosotros. Juntos y unánimemente, los integrantes de la familia hemos decidido compartir nuestra abundancia con un par de cuadrúpedos domésticos que le otorgan una dosis extra de alegría a nuestro hogar: Phacha, un bull-dog francés de envidiable pedigree, al que ayudé a escapar de un criadero de perros destinados a adornar cuales objetos móviles las suntuosas residencias de nuevos ricos que nos rodean; y Mishima, una gata plebeya aunque de modales aristocráticos, que un buen día decidió instalarse en nuestra casa sin preguntarnos nada.
En el garage, mi adorado Bentley duerme escoltado por una furiosa jauría de automóviles deportivos italianos, que son el único vicio de Marcella. Con la llegada de cada aniversario de nuestra boda, mi amor incondicional por mi incondicional esposa se materializa en un nuevo ejemplar de estas incómodas y antifuncionales máquinas -obras de arte, como diría ella- capaces de desarrollar velocidades que en ocasiones triplican el límite máximo permitido en el estado. Si bien Marcella hace ya tiempo que comprendió que no es capaz de conducir más de un automóvil por vez, ya no recuerdo cuántas veces tuvimos que proceder a la ampliación del garage, en cuyo interior actualmente es posible incluso jugar un partido de beisbol. Con motivo de la última de estas ampliaciones, me he visto obligado a adquirir una propiedad contigua a un precio irreal por lo desmesurado.
Cada viernes, la cámara frigorífica que ocupa la mayor parte de nuestro sótano –y que compite en tamaño con la habitación que comparto con mi esposa- es reaprovisionada con toda clase de alimentos provenientes de cada rincón del planeta. Seguramente Marcella podría hablarles con mayor lujo de detalles acerca de la procedencia y de las características particulares de cada una de estas sustancias comestibles, que son usadas luego por nuestros cocineros como materia prima para preparar ligeros pero nutritivos desayunos, almuerzos saturados de manjares y fastuosas cenas.
Cada vez que la familia se reúne alrededor del enorme mesón que se encuentra situado justo en el centro del comedor principal, y antes de la ingestión de bocado alguno, agradecemos a las Fuerzas Superiores por cada gramo de materia de origen orgánico que será transformada luego en la energía necesaria para sostener la materialidad de nuestras existencias terrenales.